Hoy, Mons. Carlos Amigo Vallejo ha presidido la Misa Crismal en la Catedral de Sevilla

¡Cuánto deseaba celebrar con vosotros esta Pascua! Así lo siente y nos lo dice Jesucristo en esta Pascua sacerdotal, cuando renovamos nuestras promesas y hacemos memoria de aquellos momentos, en las vísperas de su pasión, en los que Cristo, habiéndonos amado tanto, lo hizo en tal extremo que quiso que lo que Él hiciera aquel día, fuera tarea y  ministerio permanente del sacerdote.
Recoge la palabra de Cristo, -¡Haced ésto en memoria mía!- Llévala en tu corazón y en tus labios, que con ella, y la gracia del Espíritu, podrás perdonar los pecados y consagrar la Eucaristía. Para realizar fielmente tan santo y gozoso cometido, habrá que tener las mismas actitudes de Cristo en la última cena: bendecir siempre a Dios Padre y dejarse llevar por su Santo Espíritu.

1. Tu rostro buscaré, Señor (Salmo 26)

¡Tu rostro buscaré, Señor! ¡No me escondas tu rostro! ¡Cuándo veré el rostro de Dios! Este deseo se hace oración y súplica llena de sinceridad. El conocer a Dios se convierte en la ilusión más grande de la existencia. Se vive en el convencimiento de que estar cerca de Dios trae la felicidad. Alejarse de Él supone caer en la tristeza y en la desesperanza.

Pero, como se trata de un conocimiento particularmente vivo, profundo y estimado, el camino para conseguirlo también es muy peculiar: quiero conocer a Dios como Dios me conoce a mí. Este deseo -con acentos agustinianos- parece una imperdonable osadía. No me conformo con menos: quiero ver a Dios como Él me ve a mí. Sin frontera alguna, sin prejuicios ni cautelas. Dios tiene en sus ojos tanta luz que lo penetra todo, y no sólo todo lo conoce, sino que lo llena de su amor. Es la lógica de su mismo ser. Dios es amor, y donde llega su mirada se hace presente cuanto el amor significa de bondad, misericordia, consuelo, paz…

¡Cómo soy conocido por ti! Muy arriesgada parece esta petición. Pues, ¿dónde voy a esconder mis pecados? No lo intentes. Dios quiere verte como eres. Igual que tú quieres verle a Él como Padre lleno de inmenso amor por su hijo. Además, recuerda el salmo: ¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada? (Salmo 138).

¡Cómo soy conocido por ti! Como hijo muy querido. Débil y pecador, pero elegido en Jesucristo para ser sacerdote según su corazón. La sinceridad es virtud humana, cristiana y sacerdotal. Es trasparencia en el pensamiento y en la conducta. Mejor todavía: es esa coherencia y unidad entre el comportamiento íntimo y la forma en que se vive. Que te miren y sepan lo que llevas en la mente y el corazón. Que tus pensamientos los conozcan en las obras que haces. Así, viéndote bendecirán a Dios. ¿Cómo deseo ver a Dios? Como  Padre amantísimo. Lleno de amor. Tal como es: rebosante de misericordia. De este conocimiento surge esa fuerte alianza de confidencialidad.

El secreto mejor guardado entre Dios y el sacerdote: la fidelidad. Tengo que vivir para Dios como Dios vive para mí. Soy todo de Dios como Él es mi todo. Deseo lo que Aquél que me conoce quiere para mí. Una unión tan profunda y fuerte solamente puede realizarse con ayuda de la gracia de Dios: me has dado lo que me pides.
¡Pídeme mucho más, Señor, pues más grande será el favor y la gracia que de ti voy a recibir! Si pudiera verse como exagerado este deseo, lo es del amor de Dios y de irresistibles ansias de llenar el vacío que el mismo Señor ha puesto en nuestra vida sacerdotal. Nos hiciste para ti y no podemos conformarnos con menos que no seas tú mismo.

2. Os daré pastores según mi corazón, dice el Señor (Jr 3, 15).

Si estamos hechos según el corazón de Cristo, ¿A qué empeñarnos en ser de otra manera? Si Cristo es el manso y humilde de corazón, el sacerdote está lleno de ternura y humildad. Si Cristo es el misericordioso, el corazón del sacerdote rebosa de piedad y comprensión. Si Cristo es el siervo manso y humilde, el sacerdote tiene consigo el don de trasmitir la paz. Si Cristo es el Salvador, el sacerdote es ministro de la salvación.

No mires tanto, hermano sacerdote, tu debilidad como su gracia; tu pecado como su misericordia; tus limitaciones como la abundancia de sus dones, que rebosan cualquier capacidad de recibir, pues la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo excede todo conocimiento (Cf. Ef 3, 19).
Bien podremos decir con San Pablo: “Doy gracias a Aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio. La gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo” (1Tim 1, 12-15).

Al menos en la aspiración y el deseo, no podemos por menos que sentirnos rebosantes de alegría, ya que tenemos muy buenas razones para vivir en la confianza de que nuestro ministerio tiene la eficacia de la generosidad de Cristo, entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Rom 4, 25).
Así que,”siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda” (1Cor 9, 19). Esto es lo que dice el sacerdote. Es una legítima aspiración ante el sincero deseo de servir según el corazón de Cristo. Por eso, acudimos al buen Pastor y le preguntamos, con toda la sinceridad de que somos capaces: ¿Qué tengo que hacer? La respuesta de Cristo no se hace esperar: ¡Dar la vida por los demás!

El pastor bueno no pone limitación alguna en la entrega. No tiene limitaciones de días, ni de personas: todo para todos y hasta el final. ¡Dar la vida! Cristo no se conforma con menos. Es que el sacerdote se ha hecho imitador del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones (Cf. 1Tes. 1, 6).

¿Cómo podremos llevar a cabo tan entusiasmante y generoso ministerio? La respuesta nos la da San Pedro: “A los presbíteros que están entre vosotros les exhorto yo, presbítero como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse. Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el Mayoral, recibiréis la corona de gloria que no se marchita” (1Pe 5, 1-4).

Queremos ser testigos veraces de los sentimientos de Cristo. El Señor sufre en el dolor de quienes llevan la cruz de la enfermedad, y te llama a ti para que te acerques a ellos con el bálsamo del consuelo. Cristo se duele en el hambre de los pobres, y quiere que estés a su lado, escuches su necesidad y la remedies. Cristo siente compasión por los  pecadores, y te llama para que tú les hagas saber de la misericordia de quien murió por nuestros pecados. Cristo es olvidado en la indiferencia de quienes desoyeron la Palabra y no quisieron más ni escucharla ni seguirla, y te llama para que, con ocasión y sin ella, vuelvas a hacerla resonar en sus vidas. Cristo desea tener un hueco en el corazón de aquellos que no conocen su nombre ni su amor entregado, y te invita a ir por todo el mundo predicando la buena noticia de la salvación.

3. Todo lo puedo en aquel que me conforta (Fip 4, 13)

Nunca debe olvidar el sacerdote que el mandato del amor “es la caridad que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1Tim 1, 5). No puede caber, por tanto, en el ejercicio del ministerio sacerdotal, un sentimiento de amargura, como de quien tiene que llevar una carga pesada y no querida, ni tampoco buscar en el servicio ministerial otro interés que no sea el del anuncio del Evangelio. (Dad con generosidad el bien que habéis recibido! Es verdad que somos frágiles y engañados constantemente por nuestros pecados: “Nos vemos débiles y agobiados cuando pensamos en las obligaciones de nuestro ministerio, hasta tal punto que, al querer actuar con entrega y energía, nos sentimos condicionados por nuestra fragilidad, sin embargo, contando con la constante protección del Sacerdote eterno y todopoderoso, semejante a nosotros” (San León Magno. Pl 54, 145).

San Juan Crisóstomo, cuando habla de la responsabilidad de ser fieles al ministerio recibido nos dice: “Si los otros han perdido el sabor, pueden recuperarlo por vuestro ministerio; pero, si sois vosotros los que os tornáis insípidos, arrastraréis también a los demás con vuestra perdición. Por esto, cuanto más importante es el asunto que se os encomienda, más grande debe ser vuestra solicitud. Y así, añade: Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. (…) Lo que hay que temer no es el mal que digan contra vosotros, sino la simulación de vuestra parte; entonces sí que perderíais vuestro sabor y seríais pisoteados. Pero, si no cejáis en presentar el mensaje con toda su austeridad, si después oís hablar mal de vosotros, alegraos” (Homilías sobre Mateo 15, 6, 7).

También el sacerdote puede caer en el desánimo y el desencanto. “Asoma, entonces, el peligro de convertirse en gestores de la rutina, resignados a la mediocridad, inhibidos para toda intervención, sin ánimo para señalar las metas de la auténtica vida (…). El callado sufrimiento interior que lleva consigo la fidelidad al deber, con frecuencia incluso marcado por la soledad y la incomprensión de aquellos a los que uno se entrega, se convierte en vía de santificación personal, al tiempo que cauce de salvación para las personas a causa de las cuales se sufre” (Congregación para los Institutos de vida consagrada. El servicio de la autoridad y la obediencia, 28)

Con San Pablo, ante bendiciones y dificultades, abundancia y carencia, hemos de repetir: “todo lo puedo en aquel que me conforta” (Filp 4, 13). No es infrecuente que el sacerdote pueda tener la impresión de que se encuentra solo en medio de los acosos de un ambiente, no sólo secularizado sino anticlerical, y ante el que no sabe qué decir para que pueda resonar la verdad del Evangelio. “No os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10, 19-20).

Para alivio de nuestras inquietudes, y ante las dudas sobre nuestra propia idoneidad para un oficio tan importante, resonarán en nuestro interior aquellas palabras: “Se fió de mí y me confió este ministerio (1 Tim 1, 12).

4. Encontré misericordia (1Tim 1, 3)

Agradar a Dios equivale a darle un culto auténtico. Es decir, honrar su santo nombre y voluntad, en lo más íntimo de los pensamientos y en cada uno de los pasos de la conducta. Ofrezcamos, pues, hermanos, un culto agradable a Dios, confiemos en su Palabra y hagamos de nuestra vida un ministerio permanente de la caridad. Pero, el resplandor de la gloria de Dios está como hipotecado por el comportamiento de sus hijos. El nombre de Dios será bendecido o blasfemado en la imagen que de su Señor ofrezca el cristiano, el sacerdote. Que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a Dios. Si la obra es recta y conforme a la ley de Dios, si el pensamiento es limpio y busca sinceramente la verdad, si la conducta es fiel al Evangelio, el nombre de Dios será alabado.

Une pues, hermano sacerdote, la oración al sacrificio y la cruz a la misericordia. Siguiendo los consejos de San Pedro Crisólogo, hemos de recordar que para que estas ofrendas sean aceptadas, tiene que venir después la misericordia; el ayuno no germina si la misericordia no lo riega; el esfuerzo se torna infructuoso si la misericordia no lo fecundiza; lo que es la lluvia para la tierra, eso mismo es la misericordia para la penitencia. Tú que llevas la cruz, piensa que “lo que siembras en misericordia, eso mismo rebosará en tu granero.

Para que no pierdas a fuerza de guardar, recoge a fuerza de repartir; al dar al pobre te haces limosna a ti mismo: porque lo que dejes de dar a otro, no lo tendrás tampoco para ti” (Sermón 43).

5. Haced lo que él os diga (Jn 2, 5)

Juan Pablo II nos lo recordaba a los sacerdotes. “Las actividades pastorales del presbítero son múltiples. (…) La caridad pastoral es el vínculo que da unidad a su vida y a sus actividades. Ésta -añade el Concilio- “brota, sobre todo, del sacrificio eucarístico que, por eso, es el centro y raíz de toda la vida del presbítero” (..). De este modo, el sacerdote será capaz de sobreponerse cada día a toda tensión dispersiva, encontrando en el Sacrificio eucarístico, verdadero centro de su vida y de su ministerio, la energía espiritual necesaria para afrontar los diversos quehaceres pastorales. Cada jornada será así verdaderamente eucarística” (Ecclesia de Eucharista 31).

La Eucaristía nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios. Nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. La invitación de María a obedecerle sin titubeos: Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. (La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat! (Ibid. 54, 58).

Fuente: lapasion.org

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